Capítulo 7. Hombre de honor
Me levanté, pero Carlos hizo que volviese a mi asiento. Dijo que su hija abriría, que nadie debía vernos reunidos antes de la junta de esa misma tarde. El ambiente estaba muy caldeado y voces de exaltación recorrían todos los rincones de la ciudad al grito de «España libre» y «No nos invadirán», vociferando a favor de Fernando VII. La muchacha entró en la habitación y pidió a su padre que saliese; al parecer, era alguien importante.
Como tardaba en volver, le conté a mi amigo Pepe que había visto algo en casa de Abdel que me hacía dudar de nuestro cometido.
—¿No crees que el amigo Carlos tiene razón? —le pregunté.
—Sí, pero ¿y si son ellos los que toman la iniciativa? El único modo de enfrentarnos a ellos es cogerlos desprevenidos, ¿no crees?
—Tienes razón, pero no por eso creo que el general Solano sea un traidor. ¿Tú que piensas?
—Pues creo que no es un traidor, sino que está haciendo lo mejor para su pueblo —contestó escuetamente Pepe.
—Terminaremos esta conversación luego —dije al oír la puerta.
Entró Carlos y, detrás de él, un hombre, joven pero rudo, que parecía curtido en mil batallas. Las cicatrices señalaban su cara. Era corpulento y moreno e iba muy bien afeitado. Su impecable uniforme le delataba: era general.
—Señores, les presento al general José Ignacio Álvarez de la Campana —anunció Carlos.
—Señor, es un honor. Soy Miguel de Noguera, capitán de los cazadores de Granada, y este es mi compañero, el sargento José de Valdivieso —nos presenté al tiempo que nos levantábamos.
—Pueden sentarse, señores —dijo educadamente—. El general Solano está ahora reunido con el conde de Teba; veremos cómo termina la reunión. Francisco dice que no va a dejar al pueblo amotinarse, que para eso está el Ejército —explicó De la Campana.
—El gentío pedirá la cabeza del general como no nos levantemos en armas contra los franceses —apuntó Carlos.
—Sí, pero eso no depende de nosotros. Ya sabes cómo es de testarudo —repuso el general.
—Debemos intentarlo, creo que se merece una oportunidad. El ambiente está verdaderamente caldeado, parece un polvorín a punto de estallar —tercié yo.
—Hasta que no sepamos qué van a hacer los ingleses no debemos declararle la guerra a Francia, ¿no creéis? —preguntó el general.
—Claro, si no lo tendremos todo perdido. Debemos apoyar la decisión de nuestro capitán general —concluyó Carlos.
—Esta tarde en la reunión debemos apoyarlo, pero también abrirle los ojos, que no quede en nuestra conciencia no haberle avisado —sentenció el general.
Maribel trajo cuatro vasos de cristal y una botella con aguardiente, llenó los vasos y se marchó, de nuevo, a terminar sus labores. La madre no se encontraba en Cádiz, pues estaba de visita en casa de sus padres, así que la niña hizo perfectamente de anfitriona. Nos levantamos alzando los vasos y el general José Ignacio Álvarez de la Campana brindó por el capitán general de Andalucía y por los españoles. Carlos nos invitó a quedarnos en su casa a almorzar, allí podíamos esperar a la reunión. El general se tenía que marchar, debía hablar con el conde de Teba antes de marchar para Sevilla; nosotros nos quedaríamos, debíamos recabar algo más de información y no teníamos, aún, clara la misión. Aquella situación nos desconcertaba.
El general se marchó y reanudamos nuestra charla con Carlos, quien nos contó que el general De la Campana llevaba luchando en el Ejército español desde los dieciséis años; que, aunque no era de Cádiz —era del Virreinato de Nueva España; de Veracruz, para ser más exactos—, llevaba toda la vida allí. Había llegado a ser coronel del regimiento de Córdoba y héroe del rescate de los náufragos de la batalla de Trafalgar, y ejercía el puesto de teniente de rey de la plaza de Cádiz, un destino que muy pocos aceptarían debido al acoso que sufríamos por parte de los ingleses, a los que les gustaría convertirla en el segundo peñón. Necesitábamos recabar más información y aquel nuevo amigo nos la estaba proporcionando.
Carlos nos condujo a su azotea, donde pudo señalarnos los movimientos de los buques ingleses. En lontananza no se apreciaban, pero los buques y fragatas españoles y franceses sí que se veían. Nos indicó que estaban mezclados en la bahía, sin posibilidad de maniobrar, los barcos de los almirantes Ruiz de Apodaca y Rosily, y que si se sublevaban se podría destruir la flota que había sobrevivido a la derrota de Trafalgar. Allí, en la azotea, refugiados en una pequeña sombra del sol que abrasaba, me atreví a preguntarle a nuestro amigo las dudas que me angustiaban.
—¿Le suena el nombre de Dominique de Jover?
—Sí, me suena. Espía, me parece que era —contestó.
—¿Nada más?
—Sé que al general Solano no le gustaba; ese individuo se vendía al mejor postor, aunque casi siempre de parte de los franceses. Oí que era el hijo bastardo de un marqués francés y una española de buen vivir. Con muy mal genio, también trabajó de torturador para los españoles, no sé a cuántos ingleses y portugueses habrá torturado ese individuo. Lo que sé, seguro, es que Solano tuvo unos cuantos encontronazos con él y que desapareció hace tiempo. Nadie sabe por dónde anda, estará en cualquier burdel con su novia, la Francesa —explicó—. ¿Por qué ese repentino interés por ese personaje, capitán? —preguntó entonces.
—Por nada, comentarios que había oído —contesté como si nada.
Salimos de la azotea. El sol quemaba, era mediodía y apuntaba en lo más alto. Se notaba que el estío andaba cercano. Carlos tenía unas vistas espectaculares desde allí: además de contemplar toda la bahía, el mar y la playa, también se podía ver una gran parte de la ciudad y de su muralla. Mientras bajábamos las escaleras, Maribel llamó a su padre para decirle que había preparado la comida, que no nos demorásemos o llegaríamos tarde a la reunión.
Al entrar en la habitación nos encontramos la mesa puesta, tres platos con sus respectivos cubiertos; la muchacha dijo que ella almorzaría más tarde, pero que nos sentásemos. Nos había preparado un gazpacho fresquito de primer plato; enseguida trajo una olla que olía deliciosamente, a puchero: eran garbanzos con patatas cocidas y algo de tocino, menudo manjar.
Tomamos asiento y nuestro nuevo amigo nos invitó a beber una pequeña copa de vino. Decía que era francés, porque, aunque en ese momento tuviésemos que luchar contra ellos, hasta el día antes habíamos sido amigos. Él, por ejemplo, había entablado amistad con muchos soldados franceses, y lo que es la vida: de la noche a la mañana tus amigos se convierten en tus peores enemigos. Brindamos, de nuevo, por el capitán general de Andalucía y por los andaluces. Nos sentamos y almorzamos aquel maravilloso y típico plato andaluz.
Carlos sacó de su bolsillo un reloj, lo miró y nos urgió para que partiéramos en dirección al edificio de Capitanía, en la plaza del Pozo de las Nieves. Él solo podía acompañarnos, no asistiría a la reunión porque no era militar. Aprovechando que el nuevo amigo había subido para cambiarse de ropa, le pregunté a Pepe su opinión sobre lo que había dicho del espía francés. No se explicaba mi interés por dicho individuo, él no había visto nada y ni siquiera había estado en el interrogatorio a la Francesa; aquello debía resolverlo yo solo.
Se oyeron los tres cuartos de las campanas de la catedral Nueva, aún inacabada. Carlos bajó raudo las escaleras, consciente de que, si nos descuidábamos, llegaríamos tarde. No sabía qué le habían podido contar de nosotros, y no lo sabré jamás, solo que teníamos la oportunidad de asistir a la reunión de esa tarde y que, cuando se hubiesen marchado todos, nos tocaría actuar: lo apresaríamos y lo llevaríamos hasta nuestro campamento en la Cartuja.
Con todo, yo seguía sin estar convencido. Según había oído, el general Solano podía ser cualquier cosa menos un traidor a su patria. Por eso tenía tanto interés en asistir a aquella reunión: quería escucharlo con mis propios oídos.
Nos arreglamos un poco y partimos en dirección al edificio de Capitanía. Hacía mucho calor, el sol calentaba como las ascuas de un brasero. Había mucha gente por la calle, reunida en pequeños grupos; nadie andaba solo. También se veían grandes grupos aglutinados alrededor de un agitador, todos gritando las consignas que este dedicaba a los soldados y, sobre todo, al general Solano. Al pasar cerca de ellos sentimos cómo nos miraban penetrantemente, con ganas de arrancarnos los uniformes y quemarlos; el ambiente se caldeaba por momentos. Los numerosos levantamientos en otros puntos del país hacían que la gente se embraveciera e intentara imitarlos. De Madrid llegaban noticias de que el rey Fernando VII había sido hecho preso, junto con su padre, por Napoleón en Bayona; de los enfrentamientos y fusilamientos en la capital; de que el general Reding reclutaba milicianos. Se sabía el desenlace de los acontecimientos, tardara más o menos: la guerra.
Llegamos al edificio de Capitanía, y entre abucheos, gritos e insultos conseguimos entrar. Nuestro amigo Carlos se quedó un par de calles antes para que no lo relacionasen con nosotros, no quería verse involucrado en ningún tipo de altercado. Aquel era un edificio grande, de color blanco, con los marcos de las ventanas amarillos, cuadrado y con grandes balcones separados por unos cinco pies. Constaba de dos plantas: la primera estaba formada por arcos que se situaban al mismo nivel que la plaza, y de la mitad exacta partían unas escaleras que conducían a la segunda, donde se situaban los aposentos del general. En aquellas monumentales escaleras nos esperaba José Ignacio Álvarez de la Campana. Lo acompañaríamos hasta el despacho del general Solano, donde se celebraría la reunión.
—¿Os han insultado? —preguntó.
—Sí, incluso si hubiesen podido… —contesté.
—Ya, me he dado cuenta, pero es la crispación lo que los hace actuar de este modo.
—Y los agitadores, que saben qué decirles a los exaltados —apuntó Pepe.
Subimos a la segunda planta. Allí caminamos por un pasillo ancho y largo hasta llegar a la puerta del despacho.
—El conde de Teba me ha dicho que no ha podido convencer al general Solano. Le ha pedido que el pueblo se subleve, que prepare a las tropas que están en la comarca, pero ha dicho que hasta que no se pueda fiar de los ingleses no dará ningún bando —explicó el general.
—Pues hará falta que suavice de alguna manera a las enfurecidas masas —advertí señalando a un grupo que, en lontananza, clamaba por la muerte de los franceses y de Solano.
—Lo intentaremos, muchacho —concluyó.
Llamó a la puerta y abrió un mayordomo. Era negro, alto y fuerte, vestía una camisa blanca con unos pantalones negros y llevaba un paño de encaje enganchado en la mano izquierda. Yo nunca había visto un mayordomo, aunque sí había oído hablar de ellos. Éramos los primeros en llegar. Le ordené a Pepe que esperase fuera. Si la cosa se complicaba, sabía el plan: esperaría a que se fuesen todos y entonces entraría para capturarlo.
Entramos en una habitación grande, majestuosa y muy luminosa, con dos balcones enormes, grandes cortinas de gasa blanca y un sofá rojo con botones negros, enfrentado a la chimenea, decorada con un enorme retrato del general Solano. A la derecha había un pequeño bar con una botella de cristal brillante rellena de un licor marrón —supuse que era ron— acompañada de unas cuantas copas redondas, del mismo cristal que la botella. Al lado había una pequeña caja como la que me había enseñado Ramón; contendría puros.
En la otra parte de la habitación se encontraba el general, sentado en un gran sillón tapizado en piel de color negro, delante de un escritorio señorial —parecía inglés— acabado en madera de caoba. Aquel mueble no era típico de la zona; había visto uno parecido en casa de Peter, un amigo de mi padre. Solano se levantó y apoyó la mano en un gran globo terráqueo, hecho de madera, en el que se habían tallado meticulosamente todos los continentes y todos los países. Aquel era el trabajo de un gran artesano, sin lugar a dudas.
El general era un hombre joven, moreno, alto y muy bien afeitado, de gesto serio, y llevaba un uniforme impecable con más estrellas en la solapa de las que hay en el firmamento. Se acercó a nosotros. Era un hombre que imponía, y yo temblaba; no quería fastidiarlo todo.
—No lo entiendo —dijo mirando al otro general.
—¿Qué no entiendes? —preguntó este.
—Que el pueblo no nos deje actuar como debemos. No saben que las prisas son malas consejeras. Solo pido unos días, hasta que sepamos de los ingleses. A estos también les gusta hacerse de rogar, malditos…
—Normal, ¿no cree, mi general? —me atreví a intervenir.
—Y usted ¿quién es?
—Soy el capitán Miguel de Noguera, de los cazadores de Granada —me presenté, enderezándome.
—¿Y qué hace un capitán en la reunión de generales? —añadió con insistencia.
—El general Castaños me envía en sustitución del general de nuestro regimiento —mentí de nuevo.
—Bueno, eso da igual, lo importante es buscarle una solución a esto —terció el general De la Campana.
—Efectivamente —corroboró Solano.
El mayordomo se acercó a Solano para comunicarle que los demás generales estaban esperando. Este le encomendó que los invitase a pasar y entraron uno por uno, todos impecablemente uniformados. Iban vestidos de blanco, azul, negro y de un sinfín de colores. Sus estrellas brillaban como un faro para los barcos en la oscuridad. Había allí generales de todas las edades, algunos mayores y otros jóvenes, como Solano y Álvarez de la Campana.
Éramos unas diez personas reunidas para resolver si le declarábamos la guerra a Francia, decisión que afectaría a la vida de millones de criaturas. Los generales se enzarzaron en una terrible discusión entre los que apoyaban a Solano y esperar la decisión de los ingleses, y los que apoyaban declararle la guerra a Francia, sin preaviso, directamente, sin que importase la intervención inglesa.
No pronuncié ni media palabra, pero escuché muy atento las del general Solano. Tenía razón en todo. Yo no entendía cómo Ramón, ese viejo zorro, me había mandado a por aquel hombre: no era un traidor, sino todo lo contrario; era un hombre de honor, un patriota que solo miraba por la ciudad de Cádiz. Sabía qué pasaría con la flota que había sobrevivido a la terrible derrota de Trafalgar, y también que los ingleses nos tenían ganas, que les gustaría conquistar otro peñón, pero este mucho más goloso, en suelo hispano, uno de los principales puertos del Mediterráneo, y no quería dejárselo en bandeja.
Yo estaba cerca de uno de los balcones y no podía dejar de oír a los amotinados en la plaza, que vociferaban en contra del general llamándolo afrancesado y una infinidad de improperios más. No quería imaginarme cómo se sentiría aquel hombre: lo había dado todo por ellos, por su patria, y así se lo pagaban, llamándolo traidor, el mayor insulto que se le podía dirigir a un militar. Sin embargo, se le veía duro, él seguía en sus trece: pensaba que sin la respuesta de los ingleses no habría nada que hacer; además, decía que no era responsabilidad de la muchedumbre enloquecida tomar ese tipo de decisiones, que para eso estaban los altos mandos del Ejército. No le gustaban los amotinamientos y tenía un gran sentido de la justicia y del honor.
—Señores, saben a qué nos enfrentamos: a franceses, ingleses e incluso a nosotros mismos —dijo un general mayor.
—Cuatrocientos cincuenta y dos cañones franceses, amigos, cuatrocientos; y nosotros, gracias a nuestro rey Carlos, con las baterías que nos deberían proteger inservibles. No sabría que funcionan con pólvora, de la cual no queda ni gota —ironizó el general Solano.
—Ya, pero escucha al pueblo —sugirió otro abriendo la cortina.
—Saben que Napoleón invade España, que ha secuestrado a nuestro rey, Fernando, y nosotros ¿no vamos a intervenir? En Madrid se han sublevado y los han castigado duramente, ¿van a ser sus muertes en balde? —preguntó otro.
—Al venir hacia aquí me han mirado con desprecio, no debemos dar a lugar —protestó, enojado, Álvarez de la Campana.
—Ya, viejo amigo, pero el problema ya no son los franceses; lo que me preocupa de verdad son los ingleses, debemos darles tiempo para que respondan —repuso Solano.
—Pues una solución habrá que dar, ¿no creen, señores? —urgió otro.
—¿Quieren alistarse para luchar? Pues les daremos un bando en el que diga que se pueden alistar voluntarios para defender Cádiz de los franceses o los ingleses. Creo que será la única forma de que se relajen —propuso Solano.
—¿De acuerdo? —preguntó Álvarez de la Campana.
Por fin, después de unas cuantas horas allí encerrados, llegaron a la conclusión de que no sabían a quiénes se enfrentarían realmente, así que decidieron publicar un bando en virtud del cual cualquier hombre se podría alistar voluntariamente para defender la plaza de Cádiz, contra franceses o ingleses. La muchedumbre estaba ansiosa por luchar, pero solo contra los franceses. No sabía si este bando llegarían a comprenderlo.
Los generales abandonaron el despacho uno tras otro lentamente, charlando entre ellos, criticando o alabando la actuación del general Solano. Álvarez de la Campana quedó rezagado discutiendo con él. Entendía perfectamente su actuación, pero sabía que el pueblo se lo reprocharía, pues la gente estaba muy enfadada. Antes de irse le aconsejó doblar la guardia: no pasaría nada, pero tampoco debía confiarse. Solano le agradeció su preocupación, pero su testarudez y autoconfianza le hicieron rechazarla.
Yo me quedé asomado al balcón, oyendo los insultos contra el general. Entonces sentí una mano posarse en mi hombro: era Álvarez de la Campana.
—¿Viene? —me invitó.
—Ahora iré, tengo una pregunta para nuestro general antes de marchar.
—Como quiera, yo me voy. Cuidado con el gentío, están encendidos —me advirtió.
Cuando todos se hubieron marchado, solo quedamos en el despacho el general Solano y yo. Este, sentado en su escritorio, abrió un cajón y sacó un puro. Al encendérselo llegó el mayordomo, impoluto; en un brazo seguía su paño y en el otro portaba una bandeja con una copa de ron. Yo seguía en el balcón, esperando a que el mayordomo se marchase.
Al verlo salir me acerqué a la puerta, donde debía esperarme Pepe para que le abriese y capturásemos al general. Sin embargo, algo pasó por mi cabeza: ¿cómo pretendíamos llevarnos a un hombre como aquel solo por un rumor? No me importaban las órdenes, ni Ramón, ni el general Castaños. En ese momento, todo me daba igual. Llevar a la muerte a un hombre de honor era impensable, y mi corazón y mi razón se conjuraron para hacerme ver que no debíamos hacerlo.
De este modo abrí la puerta y, cuando mi amigo se disponía a entrar, le puse la mano en el pecho y le hice un ademán para que no pasara. Cerré y dejé a Solano solo con su copa y su puro. Cogí a Pepe por el brazo y le ordené que saliese del edificio de Capitanía, ya hablaríamos más tarde. Seguimos andando por el pasillo hasta llegar a las escaleras.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, enfurecido.
—Nada, cuando lleguemos a un lugar seguro te lo explico todo —dije.
Bajamos y cruzamos la plaza, no sin oír una serie de insultos que, hasta ese día, nadie me había dedicado. Intentaban intimidarnos mediante gritos y hasta escupiendo en el suelo que pisábamos, pero seguimos andando con rostro serio, pensando que no sabían nada de nosotros. Éramos igual que ellos, no teníamos nada que ver con los altos militares que acababan de abandonar el edificio, y solo si seguíamos una serie de órdenes podríamos abandonar aquella guerra antes de tiempo. Por eso lo hacíamos, no éramos héroes.
Yo andaba intentando no mirar a los ojos a ninguno de los que me insultaban. Me hubiese gustado, pero allí mismo nos habrían linchado. Al final conseguimos salir airosos de aquella infernal plaza y llegamos a un pequeño jardín. No había nadie por allí, así que era el lugar perfecto para sentarse y respirar un poco.
—Amigo, no podemos hacerlo —le dije a Pepe.
—¿Por qué?, ¿no te basta con seguir las órdenes? —preguntó, malhumorado.
—Yo no soy militar como lo fuiste tú, recuerda —repliqué, molesto.
—¿Y qué tiene que ver eso? —preguntó él, suavizando la situación.
—Nada, pero en la reunión he escuchado al general y tiene toda la razón. Es un patriota, no un traidor. ¿Lo llevamos con Ramón, para que lo torture y lo mate por un simple rumor de que es afrancesado?
—Bueno, si tú lo dices me lo creo. Me fío más de ti, en el poco tiempo que llevamos en esto, que de muchos de mis superiores en las batallas que he librado. ¿Qué es lo que ha pasado para que cambies de opinión?
—En la casa de Abdel había un retrato. Pregunté por él y Arda me dijo que eran el mismo Abdel, Anne, la francesa que capturamos en Almuñécar, y Dominique de Jover. Me gustaría que vieses ese retrato, y también me gustaría que lo viese el general Solano y nos diese alguna explicación —le conté.
—El moro dijo que no volviésemos allí. ¿Cómo pretendes que vea el cuadro?
—Entramos y lo robamos, así de fácil —resolví con una sonrisa.
En aquel momento se oyó, a lo lejos, la voz del general Solano. Nos subimos a un paredón que cercaba aquel pequeño jardín y lo vimos, asomado en su balcón, dirigiéndose al pueblo, el cual, después de haber leído el bando, estaba todavía más exaltado. El general anunció que al día siguiente habría una nueva reunión de generales y que se escucharían con más detenimiento las exigencias del pueblo. Pepe me miró y me confesó que presagiaba un desenlace dramático.
Dicho esto, el general entró en su despacho, pero la multitud seguía irritada, muy molesta por las escasas explicaciones. Bajamos del paredón; estaba concentrado, no sabía cómo entraríamos en aquella fortaleza para robar el maldito retrato, algo se me tenía que ocurrir. No faltaba mucho para que oscureciera, debía darme prisa en pensar algún plan. Estaba bloqueado y lo único que se me pasaba por la cabeza era que necesitaba a Erin de mi parte, iba a ser una tarea harto complicada.
Nos disponíamos a marchar cuando algo se iluminó en mi interior: la casa del cónsul francés, junto a la de Abdel. Era perfecto.
—Amigo, ya tengo plan para entrar en la casa de Abdel —le dije a Pepe.
—Dime, te escucho.
—El cónsul francés vive a su lado, y con el ambiente tan caldeado no va a ser difícil encontrar quien quiera asaltarla —le expliqué sonriendo.
—Ya te entiendo: mientras están asaltando una, nosotros entramos en la otra —concluyó.
—Exactamente, amigo.
Fuimos rápido a la hospedería, pues debíamos prepararnos para asaltar la casa de Abdel. Al llegar nos dirigimos al establo, donde el niño cepillaba uno de los caballos. Le pregunté por las monturas, las tenía guardadas en una habitación contigua a las caballerizas para evitar que intentaran robarlas. Lo acompañamos y le ordené que nos dejase solos, que siguiese cepillando los caballos; su propina iba en aumento. Sacamos de las monturas un hato en el que habíamos guardado una muda; no podíamos asaltar la casa vestidos con aquellos uniformes. Los cambiaríamos por los que habíamos utilizado hasta entonces, los trajes negros, así pasaríamos desapercibidos por la noche.
Subimos a la habitación y, mientras nos cambiábamos, le expliqué a mi amigo que debíamos buscar a algún exaltado que estuviese un poco borracho —según vimos de camino a El Errante, no sería complicado—, de esa forma sería mucho más fácil azuzarle contra el cónsul francés. Este buscaría unos amigos y nosotros los acompañaríamos hasta la casa. Una vez allí, dentro de la casa del cónsul, saltaríamos a la de Abdel. Tendríamos que ser lo más sigilosos posible porque, de lo contrario, los guardias del moro nos matarían; tenían poca pinta de andarse con chiquitas, y seríamos pasto de sus mascotas. Ya vestidos, nos colocamos los pañuelos, pero sin taparnos las caras aún, y recogimos todas nuestras armas: cuchillo, pistola, francisca, bayoneta y Baker. No podíamos dejar pistas de quiénes éramos ni de lo que íbamos a hacer, así que, si había que matar a alguien, sería mejor ir bien pertrechado.
Bajamos y nos detuvimos en los últimos escalones: el comedor estaba lleno, un gentío salía por la puerta. Subido a la barra y agitando a los exaltados, un hombre gritaba contra los franceses, contra el general Solano y llamaba a los ingleses, hasta ese día enemigos, hermanos. También contaba cómo Solano nos había vendido al loco de Napoleón; entonces, la multitud, al oír ese nombre, se exaltó mucho más, y cada vez se oían con más fuerza las consignas a favor de Fernando, nuestro rey. Muchos de ellos estaban desquiciados y vociferaban; se les hinchaba la vena del cuello y babeaban al intentar gritar. Si la Santa Inquisición hubiese visto aquello los habría quemado por poseídos.
—Va a ser pan comido —dijo Pepe.
—Y que lo digas, hermano —asentí—. Ve hacia el de la barra, y cuando se baje para beber un trago me lo traes. Estaré sentado en nuestra mesa, allí al final. Dile que tengo que proponerle un trato —le expliqué.
Intentaba abrirme paso entre la multitud cuando, de pronto, choqué con alguien, a quien se le escapó un cuchillo que golpeó el suelo. Me agaché para recogerlo y, al levantarme, vi que se trataba del capitán Luis de Aramburu. Vestía ropa de calle, él no me reconoció, y entre tanto griterío no se fijó en quién le devolvía el cuchillo. Tras él caminaba el Judío, el mismo siervo de Abdel Samí. Me quedé atónito, pero me giré raudo para que tampoco me reconociese. «¿Qué harán esos dos juntos?», me pregunté. Seguí mi camino. Quería pasar desapercibido, y ellos me conocían.
No tardé en llegar a la mesa. Allí se encontraba mi amigo, acompañado por el agitador.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó, asustado.
—No te asustes, amigo. Solo queremos decirte que mucho gritar, pero nadie hace nada de nada. Los franceses se quieren quedar nuestras tierras, nuestras mujeres y esclavizar a nuestros hijos, y nosotros ¿qué vamos a hacer?, ¿esperar a que el general, por llamarlo de algún modo, nos dé vía libre? Tenemos que actuar, y yo sé cuál es el primer paso que debemos dar —le expliqué.
—Te escucho.
—Vamos a asaltar la casa del cónsul francés, pero necesitamos a gente enfurecida como la que hay aquí. Así que súbete de nuevo a la barra y comienza tu discurso. No creo que tenga que decirte cómo lo debes hacer —le ordené.
—Y tú, ¿qué sacas de todo esto? —preguntó, curioso.
—La curiosidad mató al gato —zanjé, mirando a mi amigo Pepe, que echaba mano de su pistola, pero que no llegó a sacarla.
No preguntó más. Se subió a la barra y comenzó un nuevo discurso: explicó que los franceses mandarían a los mamelucos y arrasarían Cádiz, la quemarían, violarían a sus mujeres y matarían a sus hijos para que no quedase ningún gaditano que pudiese vengarse de ellos. La muchedumbre empezó a golpear el suelo, las mesas y las paredes. El ruido era ensordecedor, pero era lo que perseguíamos.
No aparté la vista de los verdaderos traidores. Se lo conté a Pepe y decidimos que, después del asalto, iríamos a por ellos; debíamos saber qué se traían entre manos el vasco y el Judío. La gente comenzó a salir del comedor de El Errante sumamente irritada; aquel hombre era un buen orador y los había encendido de tal forma que rápidamente fueron hacia la casa del cónsul francés.
Reunidas en la calle podía haber perfectamente setenta personas, en su mayoría marinos y campesinos. Iban armados con palos, y algunos con cuchillos y con antorchas. Comenzaron a andar gritando que matarían a todos los franceses, aunque también dedicaban algún insulto a los soldados del general Solano. Por el camino se nos unieron quince o veinte hombres más. Cien personas para asaltar la casa del cónsul: era perfecto, quién iba a echarnos de menos.
Llegamos a la puerta y unos cuantos valientes empezaron a golpearla. No se oía nada, parecía que no había nadie, como si alguien hubiese avisado. No me lo podía creer, con lo bien que iba todo y en el último momento se iba a ir el plan al traste. Entonces la suerte nos sonrió de nuevo: el orador se colocó en medio de la puerta y comenzó a arengarlos; daba igual si el cónsul estaba o no, la casa había que asaltarla para que los gabachos se diesen cuenta de cómo se las gastaban los gaditanos.
Comenzaron a golpear la puerta, cada vez con más violencia. Los guardias de la casa de Abdel se acercaron para ver qué estaba ocurriendo; al ver que llegaban armados, me eché la capucha de la capa y grité que eran mamelucos y que venían a defender la casa del cónsul. No les dio tiempo a sacar sus rifles: la muchedumbre se abalanzó sobre ellos y se oyeron lamentos. Los acuchillaron. Solo pude ver que uno escapó malherido, mientras que el otro pereció allí mismo.
Se oyó un ruido atronador: la puerta de la casa había golpeado el suelo. Ya teníamos vía libre para entrar en casa de Abdel. El gentío se abría paso entre golpes, todos querían entrar a la vez. Aquello era una victoria, una victoria moral; ahora se veían capaces de todo. Lo único que pensaba era que el general Solano, por su bien, debía dar marcha atrás en sus intenciones y declararle la guerra a Francia.
Mientras la multitud destrozaba todo lo que tenía a su alcance, cogí a mi amigo del brazo y lo arrastré conmigo hasta el jardín. La casa de Abdel estaba separada de la del cónsul por una muralla alta, debíamos saltarla y entrar en aquella casa. Pepe vio a unos cuantos que no estaban destrozando, sino robando todo lo que podían —ladrones había en todos los sitios, y Cádiz no iba a ser la excepción—; se acercó a ellos y los convenció para que viniesen con nosotros, haríamos una cadena para poder saltar a la casa colindante. No sé qué les prometió, pero funcionó.
Llegaron cinco hombres, jóvenes todos, sucios como los cochinos en las pocilgas. Se veía que la vida no los había tratado del todo bien. Hicimos una cadena y saltamos a la casa de Abdel; caímos en su monumental jardín. El sigilo se transformó en ruido, los que quedasen allí debían de estar asustados. Todo estaba en penumbra cuando, de repente, se oyó un grito de dolor, de auxilio. Provenía de uno de nuestros nuevos compañeros. Les ordené a todos que saliesen de aquel jardín, pues el dueño de aquella casa tenía mascotas peligrosas, y corrimos tan deprisa como pudimos, sin mirar atrás, hasta llegar a la entrada de la casa.
—¿Alguien ha visto qué ha pasado? —pregunté, sofocado.
—Era un lagarto enorme, terrible. Ha cogido a Jonás por la pierna y no podía soltarse. Al oír que se movía otro matorral, no he parado a socorrerlo y lo he dejado tirado —dijo uno entre lágrimas.
—Sería un cocodrilo; este individuo trata con todo tipo de animales. Ahora debemos entrar. Tened cuidado y abrid bien los ojos, parece que no hay nadie, pero ya veis lo que le ha pasado a vuestro amigo —advertí.
Pepe abrió la puerta de una patada. Adiós al sigilo. Sacamos las armas y entramos, los cuatro jóvenes nos siguieron. Dentro no se oía nada, así que nos dispersamos. Yo fui directo hacia el retrato; Pepe, unos cuatro pasos por detrás, vigilaba sin dejar de mirar hacia arriba. Si alguien nos atacaba desde aquel punto seríamos hombres muertos.
Alcancé el retrato, lo descolgué, saqué mi cuchillo y lo desprendí del marco. Mi amigo, pegado a mi espalda, decía que no le gustaba aquel silencio, le daba mala espina. Enrollé el lienzo y me lo guardé en los pantalones. Se hizo un silencio sepulcral, no se oía ni siquiera el griterío de la casa contigua. Solo sonó un disparo, se oyó un grito de dolor y uno de los jóvenes cayó muerto cerca. Nos arrojamos al suelo. No se veía nada, así que reptamos hacia el pasillo que llevaba al despacho de Abdel.
Pepe me dijo que el disparo provenía de arriba. Alguien quedaba en la casa, y mi amigo tenía un plan para acabar con el francotirador, una trampa. Por el disparo supo que no era muy certero; además, la oscuridad no ayudaba. Necesitaba saber de qué lugar exacto había salido el disparo; él no fallaría. Le contesté que era una locura, aunque era la única manera de salir de allí.
Me presté voluntario para actuar de liebre. Pepe se tumbó, sigiloso, en una posición en la que era difícil verlo, pero en la que él tenía una buena panorámica de la segunda planta de la casa. Cuando estuvo preparado salí a correr, y como alma que lleva el diablo crucé todo el recibidor. En ese momento se oyó un disparo y a continuación otro. Me lancé al suelo y caí dando una voltereta; casi me rompo el cuello. Por suerte, la bala no me dio, pero pasó silbando cerca, muy cerca de mi oído.
Cogí una antorcha que había en la entrada, la encendí y la lancé al centro del recibidor. Cayó al lado de la fuente y se iluminó todo. Pude ver al muchacho al que acababan de matar. Miré hacia el pasillo y vi a Pepe levantarse y sacudirse; levanté mi Baker y dirigí la vista hacia la segunda planta: allí había, tendido en el suelo bocabajo, un hombre. Parecía respirar, pero yacía en un charco de sangre.
Le pregunté a gritos a mi amigo cómo se encontraba, y este respondió que bien. Los jóvenes huyeron despavoridos. Subí despacio las escaleras, mientras Pepe vigilaba desde abajo, y me acerqué al malherido. Le di la vuelta: era Arda, aquel regordete turco.
—Eres tú, amigo —dijo lentamente.
—Sí, ¿y tu jefe? —pregunté.
—En su hacienda de Valdepeñas, allí se reunirá con Dominique de Jover para… —contestó mientras me agarraba la mano, creyendo que era un amigo suyo.
—¿Para qué se van a reunir? —insistí.
Pero era demasiado tarde. Arda murió en mis brazos. Le cerré los ojos y le deseé buen viaje. Aquel hombre había defendido lo suyo con dignidad, merecía poder pasar a una vida mejor.
Bajé las escaleras y le dije a Pepe que aquello se había terminado, y que debíamos marcharnos a El Errante a descansar, porque el día siguiente sería duro. Salimos de la casa por la entrada, no quedaba nadie por allí. El precio del retrato había resultado muy caro: dos jóvenes y Arda habían muerto. Pepe se quedó un momento orando por el joven, decía que le recordaba su juventud.
La puerta de la muralla estaba abierta. Cuando me dispuse a salir por ella, algo me rozó el brazo. Noté una quemazón, me miré el brazo y vi sangre deslizarse por mis dedos. Entonces me di cuenta de que estaba herido, y aguantando el dolor di un paso hacia atrás y de nuevo entré. No se veía muy bien en penumbra, pero el resplandor que provenía de la calle dibujó una silueta: era el guardia, el mismo que había sobrevivido al ataque del gentío.
Se asomó a la puerta con su gigantesca espada en la mano, gritó y me atacó de nuevo. Yo me encontraba solo, me giré y corrí hacia el interior. Necesitaba ayuda, pero mi amigo no me oía. El guardia corría hacia mí como un toro embravecido. En una pelea cuerpo a cuerpo duraría un suspiro, así que cogí la francisca con una mano y con la otra apreté el crucifijo que me había dado el hermano, me frené en seco, me giré y la lancé. Acerté: le di en el cuello. El guardia se detuvo, tocó la francisca y siguió corriendo. Parecía inmortal. Cerré los ojos, hinqué la rodilla en el suelo y le pedí a Dios que me salvara, que todavía me quedaban asuntos por resolver.
Mientras rezaba oí un disparo, y otro, y un tercero. Abrí los ojos y allí estaba, tumbado en el suelo, el guardia. Ni siquiera gritó. Una mano amiga me ayudó a levantarme: era mi amigo Pepe. Menos mal que siempre estaba ahí, a mi lado, para salvarme de numerosos peligros. Solté el crucifijo y me acerqué al guarda, apoyé un pie en su pecho y le arranqué la francisca del cuello. Su sangre me salpicó; brotaba como la lava de un volcán enfurecido. Le había dado en la aorta y él había seguido corriendo como si nada; tres balazos tuvo que recibir para caer muerto. Normalmente, con un tiro de Pepe hubiese bastado, pero esos hombres estaban hechos de otro material.
—Te ha herido —observó mi amigo tocándome el brazo.
—Sí, pero no es nada.
—A ver, enséñame la herida, quiero verla —me obligó.
Ante mi negativa, Pepe me agarró del brazo, sacó su cuchillo y desgarró la camisa. Al ver la herida, se alegró: dijo que era superficial. «Un arañazo», dijo riendo. Me preguntó quién me protegía, pues él quería rezarle también. No se explicaba cómo una espada de esas dimensiones solo me había hecho un rasguño, cuando debería haberme cercenado el brazo entero. Con el trozo de camisa que sobró cubrió la herida, en El Errante la curaría. Era superficial, pero no debía infectarse; de lo contrario, podía perder el brazo.
Pusimos rumbo a la hospedería. Por el camino oímos que el cónsul había escapado hacia uno de los buques franceses, y que la muchedumbre había asaltado también el parque de artillería. Ayudados por los propios guardias, repartieron fusiles y cañones entre los amotinados más fanáticos. Sabíamos que era cuestión de horas que Cádiz se alzase contra los franceses, y estaba esperanzado de que el general Solano, por su bien, cambiase de opinión en la siguiente junta extraordinaria. Estaba decidido a asistir e intentar ayudarlo convenciéndole de que era la mejor opción; además, debía contestarme a unas preguntas. Arda me había dejado intrigado con aquella reunión entre su jefe y Dominique de Jover.
Sería casi medianoche cuando llegamos a El Errante. Debíamos descansar, pues al día siguiente, temprano, iríamos a ver al general Solano. Aún teníamos fe en cambiar su situación, aunque sabíamos de su terquedad. Mientras subíamos las escaleras mi amigo no pudo más, quería ver el retrato. Nos habíamos jugado la vida para llevárnoslo prestado y sentía mucha curiosidad. Al sacarlo me di cuenta de que estaba manchado de sangre, y esperé que no se hubiese borrado. Lo desenrollé y suspiré al ver que no se había manchado la cara de ninguno de los retratados. Se lo enseñé a mi amigo, que se quedó sorprendido y confuso. No sabía qué decir y lo único que logró articular fue: «Tenías razón».
Ya en la habitación, me tumbé bocabajo en la cama y Pepe sacó de un hatillo que llevaba siempre consigo unas matas, se las llevó a la boca y comenzó a masticarlas. Al cabo de un rato, escupió aquella masa verde y, tras quitarme el improvisado vendaje, me la untó en la herida. Escocía, casi quemaba. Vi espumear la herida, como las olas cuando llegan a la orilla. Con esa cura no se me infectaría y podría conservar el brazo. Yo no creía que se pudiese infectar, pero mi amigo me explicó que las espadas de esos guardias tenían moho y que aquello podía provocar una infección. Esos energúmenos, si no te mataban en el acto, lo hacían poco a poco.
Me encontraba muy fatigado, así que cerré los ojos, no sin antes recordar a Pepe que debíamos levantarnos antes de que cantase el gallo. Me pesaban los párpados y no aguantaba más; me sumí en un profundo sueño. En él me encontré, de nuevo, ante la puerta de la escuela, rodeado por militares; todos ellos gritaban consignas en contra del general. La puerta estaba abierta y entré abriéndome paso entre la multitud. Dentro no había nadie, solo dos óbolos junto a una estrella brillante: era la insignia al valor que llevaba el general en su uniforme, aunque no había rastro de él. Cuando me disponía a salir, alguien tocó mi hombro. No quería darme la vuelta por si era María; no quería verla más en ese tipo de sueños. Entonces una voz me susurró al oído que no podíamos salvarlo, que su día estaba cercano, pero que él nos conduciría hasta Dominique. Aquella voz, de mujer, con acento, me era muy familiar. Me giré, pero no había nadie, solo un halo de niebla que desapareció enseguida.
Pepe me zarandeó para despertarme. Dijo que no reaccionaba ante su voz, así que había tenido que golpearme un poco. El gallo estaba a punto de cantar. Todavía era de noche, pero empezaba a clarear el día. Nos vestimos deprisa, de nuevo con los uniformes del regimiento de cazadores. No podíamos perder tiempo. Recogimos todas nuestras pertenencias, bajamos y nos sentamos en una mesa. El alboroto de la noche anterior había pasado factura al comedor: sillas y mesas rotas, vasos destrozados y hasta una ventana rota. La crispación y el alcohol no hacían buenas migas.
Allí estaba la niña, barriendo. Al vernos se acercó y nos dijo que podíamos desayunar pan con miel, era lo único que quedaba. El dueño había salido a hacer la compra, pues la despensa estaba vacía: la exaltación había abierto el apetito de los ciudadanos y habían terminado con todas las existencias esa misma noche. No para todos era malo el conflicto. Nos trajo el pan con miel y una jarra con leche de cabra.
—Lo siento, señores, es lo único que queda —se disculpó la niña.
—No te preocupes, con esto nos apañamos —contestó Pepe.
—Toma, guapa —le dije dándole unas monedas, la mitad de las cuales eran propina.
—Gracias, señor. Si puedo ayudarles en algo más… —se ofreció educadamente.
—No hace falta, hoy partimos —concluyó mi amigo.
Terminado el desayuno, nos dirigimos hacia el establo. Bucéfalo relinchó, parecía contento de verme; dos días encerrado era demasiado tiempo para un caballo hiperactivo como él. Buscamos concienzudamente al niño hasta que al fin lo encontramos, dormido sobre un fardo de paja en la parte de atrás del establo.
—Niño, despierta, despierta —lo llamó insistentemente Pepe.
—Sí, señor —respondió él tras levantarse sobresaltado restregándose los ojos, pegados por unas enormes legañas.
—Ten preparados los caballos para el mediodía, vendremos a recogerlos. ¿Algún problema para ello? —le pregunté enseñándole una moneda.
—No, señor, los tendrán listos.
Guardamos nuestras pertenencias en las monturas de los caballos. Solo llevábamos a la reunión nuestras armas; ir vestido de uniforme por las calles de Cádiz ese día era una provocación a la muerte. Las gentes de la ciudad todavía no se habían reunido para protestar otra vez ante el general, pero tardarían poco en hacerlo. Además, ahora iban armados y eran peligrosos, y no queríamos vernos involucrados en altercados con armas. Aligeramos el paso y al poco nos encontramos ante el edificio de Capitanía. La plaza estaba desierta, pero ya se oía, en lontananza, el griterío de la multitud airada.
Subimos al despacho del general Solano. Desde allí se podían apreciar las consecuencias de la noche anterior: casas quemadas, restos de sangre y algún cadáver; poco rastro para los desorbitados disturbios que se habían propagado por toda la ciudad. También se podía ver cómo el sol comenzaba a salir de su escondite en el horizonte para alumbrar un nuevo día, clave para el devenir de Cádiz, de sus ciudadanos y, quizá, de toda España.
Llamé con insistencia a la puerta del despacho. Al poco nos abrió el mayordomo del general.
—¿Qué desean los señores? —preguntó con un extraño acento.
—Hablar con el general antes de la junta. Es importante —le urgí.
—Esperen un momento.
Dicho esto, cerró la puerta, pero no tardó mucho en abrirla de nuevo. Nos invitó a pasar. Allí estaba el general, en el mismo sitio en el que lo había dejado el día anterior: sentado en su escritorio. Estaba pulcro, recién afeitado y aseado; como mandaban los cánones, llevaba el uniforme impecable, y las estrellas, brillantes.
—Siéntense, amigos. ¿En qué puedo ayudarles? —preguntó.
—Necesitamos respuestas. No somos quienes creen que somos —confesé, mientras Pepe le mostraba su pistola.
—Lo sé, ¿creen que soy tan estúpido? —ironizó el general.
—Nos manda Ramón. Estamos ajusticiando a todos los afrancesados que nos mandan, pero usted es el único que no lo parece. Creo que es un patriota, pero algo testarudo con el pueblo —expliqué.
—¿Ramón?, y ¿quién es ese tal Ramón?
—Las preguntas las hacemos nosotros —repliqué con gesto serio. Debía demostrarle quién mandaba allí—. ¿Le suenan Dominique de Jover, Marguerite y Abdel Samí?
Se reclinó en su sillón, sacó un puro del cajón del escritorio y, encendiéndolo, nos contó que aquellos tres individuos habían sido espías para el Imperio francés y aliados colaboradores con el reino español. Gracias a ellos habían obtenido numerosas victorias contra enemigos comunes como Inglaterra y Portugal; sin embargo, su avaricia iba en aumento y no se conformaban con la paga del Ejército, sino que querían parte de los grandes botines que se conquistaban. Abdel se retiró y se fue a Tánger, aunque tenía una casa en Cádiz, y se dedicaba a buscar lo que nadie podía encontrar, claro que por un módico precio. Dominique y Marguerite debían ser ajusticiados, pero consiguieron escapar.
Sabía, gracias a sus espías, que seguían en activo en el bando de Napoleón y que habían ofrecido información a los ingleses en la batalla de Trafalgar. Intimaron con Godoy para que este dejase entrar a los ejércitos franceses en España y se establecieran en sus principales ciudades; hasta en el motín de Aranjuez parece que tuvieron algo que ver, entre otros. Era el informador del pequeño loco, y gracias a él tenía ventaja en algunas contiendas; nadie sabía dónde estaba, pero había que eliminarlo. El ejército francés, además de ser más numeroso y de estar mejor preparado que el español, llevaba ventaja con gente como él, así que era de vital importancia acabar con este tipo de informadores.
Nos sinceramos con nuestro general y le contamos que éramos milicianos de Granada, un pastor y un maestro, para ser exactos; y que nos dedicábamos a capturar a afrancesados, espías o informadores de Napoleón para nuestro jefe, Ramón. El general se puso en pie y, dándole una gran calada al puro, nos felicitó: gente como nosotros sería la que haría que España ganase aquella nefasta guerra que se avecinaba, dijo. Nos encargó capturar a los tres traidores del retrato a cambio de una gran recompensa y de la distinción con altos cargos militares. Aceptamos la oferta. A dos de los tres ya sabíamos dónde localizarlos; nos faltaba el tercero, aunque teníamos nuestras sospechas. No queríamos que se nos considerase grandes militares, más que nada porque no lo éramos; en cambio, lo de la recompensa sí que nos vendría bien: una vez terminado el conflicto, podríamos rehacer nuestras vidas, comprar un trozo de tierra y formar nuestras propias familias.
Las palabras del general me recordaron el motivo de mi estancia en Cádiz: solo quería ganarme la libertad de decidir mi futuro, que estaba predestinado a María. Nos quedamos los tres pensativos, creo que añorando tiempos mejores, hasta que el griterío nos trajo, de nuevo, a la tierra. Ya se habían aglomerado las masas enfurecidas. Le volvimos a suplicar al general que mandase un bando para comunicarle al pueblo que, esa misma tarde, declararíamos la guerra a los franceses, pero se negó y nos aseguró que, una vez terminada la nueva junta, decidiría lo mejor para Cádiz y sus ciudadanos.
El mayordomo del general llamó a la puerta, entró y le anunció a su señor que el general Álvarez de la Campana estaba esperándolo. Este lo hizo pasar, le invitó a tomar asiento y le explicó que nosotros capturaríamos a Dominique de Jover y a sus compinches. De la Campana se echó a reír, pues nadie sabía dónde estaba el capitán francés. Pepe y yo nos miramos y le respondimos que sabíamos dónde encontrarlo, y le preguntamos si lo quería vivo o muerto. De nuevo, rio, pero esta vez miró al general Solano y se percató de que lo que decíamos era cierto.
—Tendréis una buena recompensa si lo atrapáis —ofreció, sonriente.
—Lo sabemos, hemos tratado de ello con su general —afirmé.
—Lo preferimos vivo. Si sois capaces de capturarlo, deberéis traerlo hasta la Isla de León o avisarme a mí, en persona. No contactéis con nadie más, este individuo tiene a gente comprada en nuestro bando. Recordadlo, solo debéis tratar conmigo, ¿entendido?
—Sí, está muy claro. Partiremos en su busca esta tarde —asentí.
—Mi mayordomo os acompañará —dijo el general Solano señalando a su criado.
—¿Cómo? Nosotros nos bastamos solos —replicó Pepe.
—Es de mi confianza. Además, él reconocerá a Dominique, estuvo trabajando un tiempo para él. Es muy buen luchador, domina una lucha nativa y sabe utilizar perfectamente un Baker como los vuestros. ¿Acaso creíais que no os estábamos vigilando? Nosotros también contamos con grandes informadores. Os hemos dado confianza para que vosotros dierais el primer paso, y os daremos una oportunidad —añadió Solano.
—Queremos la cabeza de ese malnacido ya. No os demoréis, tenéis poco tiempo para cazarlo —ordenó severamente Álvarez de la Campana.
No supimos qué contestar. La misión acababa de dar un vuelco y debíamos capturar a los tres traidores. Sabíamos dónde encontrarlos: dos de ellos se reunirían en Valdepeñas; la otra, esperábamos que nuestros amigos la hubiesen localizado. Se hizo un silencio sepulcral, no se oían ni los gritos de la muchedumbre. En ese momento comenzaron a llegar los demás altos cargos para dar inicio a la junta extraordinaria.
La reunión comenzó con la petición de dimisión del general Solano por parte de varios generales, pero Álvarez de la Campana intervino para abroncarlos aduciendo que el capitán general merecía un respeto. Sabía que sentía una aversión profunda por los motines populares y que era partidario de un alzamiento organizado y racional del Ejército sin dejarse llevar por la muchedumbre; era un patriota y había que encontrar al culpable del rumor de afrancesamiento de nuestro capitán general. Este nos miró, cómplice, dándonos a entender que esa también debía ser misión nuestra.
Tras más de dos horas de discusión se acordó que se haría un alzamiento contra el ejército francés y que los ingleses estaban de nuestro lado, pero que de momento no se darían explicaciones a los agitadores y exaltados. De ese modo, el bando de declaración de guerra se firmó y quedó en el escritorio del capitán general; se daría a conocer por la calles de Cádiz cuando todos los preparativos estuviesen listos. Sin embargo, se publicaría otro bando en el que se anunciaría que las circunstancias no permitían declararle la guerra a Francia. Los generales se temieron lo peor, pues era muy obstinado y, por más que lo intentaron, no lograron hacerle cambiar de opinión.
La junta acababa de terminar y los generales se marcharon. Nos quedamos a solas con el general Solano y su mayordomo. El criado se había cambiado y ya no llevaba uniforme; ahora vestía completamente de negro, con unas largas botas que le llegaban hasta la rodilla, una chaqueta abotonada con camisa compañera y un lazo anudado al cuello.
—Muy elegante para la guerra, ¿no? —ironizó Pepe.
—Se llama Fabio y es del Brasil, pero habla y entiende perfectamente el español, aunque es poco hablador. Capturad a esos bastardos; Fabio, protégelos con tu vida si es necesario y no te preocupes por lo que me pueda pasar a mí, ahora estás con ellos —le ordenó, consciente del desenlace del día.
En ese momento se oyó un griterío fuera de lo normal. Me asomé raudo al balcón: había un improvisado orador subido a una tarima que excitaba al pueblo con sus encendidas palabras. Su acento me resultaba familiar. Le pedí a Pepe su catalejo y miré hacia él: era el Judío. ¡Maldito! Seguro que De Jover estaba detrás de aquello. Debíamos acabar con él, pero no podíamos hacerlo delante del gentío, sería un suicidio.
El general Solano me apartó alegando que tenía que dirigirse a la muchedumbre. Salió al balcón, pero cuando se dispuso a hablar no pudo: el griterío ahogaba su discurso y el Judío azuzaba cada vez más a la población enfurecida, hasta que el general intentó señalar la lejanía de los buques ingleses. El Judío, astutamente, interpretó que eran sus amigos, no dejó explicarse al capitán general y la revuelta estalló. Se oyeron disparos al aire. La guardia del general no quería intervenir por orden de Solano, y corrían hacia el despacho.
Cogí del brazo al general y le advertí que, si apreciaba su vida, debía huir y refugiarse en casa de algún conocido que no fuese militar; de lo contrario, estaría perdido. Acudiría a casa de Strange, un irlandés amigo suyo. El general estaba solo; nosotros capturaríamos a esos malnacidos y daríamos muerte al Judío. Lo miré y lo apremié para que no se demorase; se oían los golpes de la gente que se aproximaba y lo destruía todo a su paso. El general saltó por la ventana y ese fue nuestro adiós.
Saltamos por el balcón hacia la plaza. Teníamos que atrapar al Judío. Fabio debía acompañarme, pero Pepe iría por otro lado, así tendríamos más probabilidades de encontrarlo. El griterío de la multitud era ensordecedor; se oían disparos al aire y los alborotadores parecían locos, quemaban y destrozaban todo aquello con lo que se topaban en el edificio de Capitanía. No quería saber qué pasaría si encontraban al capitán general.
Corrimos calle abajo hacia la casa de Abdel. El Judío se escondería allí, tenía que coger un caballo para reunirse con ellos en Valdepeñas. Seguimos hasta llegar a la puerta, donde la noche anterior casi acaba conmigo el guardia. La puerta de la muralla estaba abierta. Entramos, y en el pasillo que llevaba a la puerta de la casa nos encontramos a una de las mascotas de Abdel devorando el cadáver del guardia. Al ver la cara de Fabio le expliqué que no pasaba nada, que mientras estuviese comiendo no nos atacaría.
Entramos a la vivienda y allí nos encontramos al Judío. Al vernos se echó la capucha hacia atrás y dejó a la vista aquella horrible cicatriz que le recorría la cara. Entonces sacó su espada y me invitó a atacarle. Yo cogí mi cuchillo, pero mi nuevo amigo me apartó y dijo que sería él quien daría muerte al asesino de su amo. Se quitó la chaqueta y se remangó la camisa. El sudor hacía brillar sus brazos como el sol en el mar. Era musculoso y fibroso; las venas del brazo parecían querer estallar de un momento a otro.
Fabio sacó una enorme hacha que llevaba anudada a la espalda; parecía pesada, pero la manejaba como un escribano una pluma. El Judío atacó primero lanzando un espadazo a la cara de Fabio, que lo evitó con un salto espectacular. Ahora era su turno: cogió su arma con ambas manos y lanzó un hachazo junto con un poderoso grito; el Judío lo detuvo con su espada y lo arrastró unos pasos, pero no lo tiró. Al ver que su primer golpe no había surtido efecto, Fabio lanzó un segundo hachazo, que el otro volvió a parar con su espada, si bien esta vez lo lanzó al suelo: el Judío cayó por un lado y su espada por otro.
El Judío sacó un cuchillo y Fabio, sin pensarlo, arrojó el hacha al suelo y extrajo el suyo. El primero atacó intentando sorprender a un desprevenido Fabio, pero este reaccionó a tiempo, cogió al otro por la muñeca y le asestó una puñalada en la mano que sujetaba el cuchillo, que cayó al suelo. Se giró por su espalda y le hendió el arma en un costado. Una vez frente a él, le dijo algo en portugués y le retiró el cuchillo clavado.
Un volcán de sangre comenzó a derramarse por el costado del Judío, que acabó hincando las rodillas en el suelo. Fabio, mirándolo a la cara, le dijo que moriría, pero que lo haría despacio, hasta que no le quedase una gota de sangre en el cuerpo. Le había asestado una puñalada en uno de los riñones, lo que le impediría levantarse y seguir luchando. Una muerte dolorosa era lo que se merecía, dijo, porque la gente como su amo moría en el campo de batalla, luchando y no hablando.
Dicho esto, me miró y nos marchamos. Ya en la calle, nos encontramos con Pepe.
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó.
—Sí, y está muerto —confirmé.
—Entonces, igual que el capitán general —dijo mirando a Fabio.
—¿Qué ha pasado? —pregunté temblando.
—Lo encontraron en casa del irlandés. Era valiente, el general; se libró de uno de sus captores tirándolo por el balcón. Era el muchacho que iba con Luis de Aramburu, ese vasco; no recuerdo cómo se llamaba.
—¿Pedro Pablo de Olaechea? —pregunté intentando recordar.
—Sí, el mismo. Bueno, al final lo apresaron. Lo llevaban maniatado y a golpes hasta la plaza de San Juan de Dios, allí iban a lincharlo. El general no dejaba de sonreír. En ese momento me encontré con Carlos, le di la bayoneta de mi Baker y le dije que no merecía morir de esa forma. Carlos, con lágrimas en los ojos, se acercó al general y le dio una estocada que lo mató en el acto. Miró al cielo y gritó: «¡Muerte al traidor!», echó a correr y ya no lo he visto más. Después han intentado colgar el cadáver, pero ha llegado un cura y se ha dirigido a los exaltados para convencerlos de que no lo hicieran. Se lo ha llevado para darle sepultura, pero no sé si lo conseguirá —nos contó.
Fabio nos miró y dijo que, en ese momento, nosotros éramos sus amos. Lo agarré fuertemente del hombro y le dije que no seríamos sus amos, que ya no tendría más amos; si quería podía irse, o bien unirse a nosotros y ser uno más, un hermano más de nuestra pequeña compañía de cazadores, cazadores de traidores.